jueves, septiembre 27, 2007

Me dormí media hora mientras puse a remojar una taza de arroz.
Estaba cerca del reloj para no dormir más. Y fueron como diez minutos que me quedé sumergida en lo que he venido sintiendo estas últimas semanas. Esa extraña inmovilidad de un tiempo que siempre termino por enredarme en la liga de los cabellos, como si el tiempo en mi vida se hubiera acomodado en un punto ciego de la alegría, un punto quieto en el que soy espectadora de cada movimiento mío, con una lentitud de gato adormilado que a veces me desespera. Ese momento del vacío en el que solamente existe esa mecánica de sentir frío o calor, de probar tan sólo un poco, como cuando pruebo el caldo del arroz y sé perfectamente si le hace falta ajo o sal, pero he probado del mismo modo el tiempo sin ningún pensamiento, con las palabras arrojadas hacia un lado que no lastima, sólo sé que las tengo ahí como ovilladas en mis hombros, y en cualquier rinconcito de mi cuerpo, por fragmentos, como si palabra y sentimiento estuvieran del todo incomprendidos, porque ambos no se abarcan cuando están sumergidos en alguna alegría mía, es como si cuando sintiera felicidad ésta careciera de nombre en el repertorio de mi memoria. Y ahora que lo escribo me doy cuenta que es la misma razón por la que he dormido temprano y me he puesto a escribir a las dos de la tarde, con ese olor a knorr suiza que se pega a las ventanas y las empaña de sabor. Tendría que terminar este escrito antes de apagar la lumbre.
O apagar la lumbre y demoler todas mis ideas, las que no tienen ningún condimento pero que igual he ido guardando como recuerdos tontos. Y no entiendo por qué, incluso sé que cada palabra que escribo está en la superficie, está a la misma altura que mis pasos, no he caminado sobre ningún recorte de la imaginación, tal vez por eso siento que cuando me encuentro hay un error que se me escapa, que se me ha ido en un deseo de pestaña o en una ceja arrancada, o sólo me escapo yo misma en media hora, tan sólo media hora en la que puedo dejar la mente acariciando la tenue luz del día nublado y todo lo demás, o sea nada, ningún pensamiento, perseverancia trae buena fortuna.

domingo, septiembre 16, 2007

Ahora mismo pensé que la felicidad del día se podría reducir a:
Un licuado de choco-banana.
Un correo inesperado en la bandeja de entrada, que de alguna forma me hizo sonreír, quiero decir, me hizo sentir bien.
Un paseo por la plaza.
Una larga siesta.
Coyoacán, con sus juegos de canicas que no jugué, pero no jugué porque después tendría que cargar el premio todo el rato.
Los buñuelos con piloncillo. (La palabra piloncillo ya de por sí tiene algo, no sé qué, pero me llena de alegría.)
Un higo dulce que comí en tres mordidas.
Y fuegos artificiales seguidos por un “oh” de las personas.
Esa parte de los fuegos artificiales me recordaron cuando mi abuelo Checo me subía en sus hombros para que los pudiera ver mejor.

Además, antes de salir a la calle, leía un libro que se llama Tomochic de Heriberto Frías, que me tenía muerta de risa un fragmento:

Decían que el general estaba indignado por el comportamiento del 9º del que no
esperaba que retrocediese de la manera que lo había hecho; y Castorena aseguró
que en la noche había oído por casualidad algo de una conversación de él con el
coronel Torres, al que refiriéndole el suceso decíale el general:
¡Pero,
coronel, figúrese usted que no corrían como borregos, sino como borregas! ¡Los
oficiales del colegio, muchachitos inexpertos… la tropa bisoña!

lunes, septiembre 10, 2007

No sé, me sorprendo con las uñas rojas de un momento a otro, después de esperar mucho tiempo para no agredirlas, a veces soplando, ayer fue un domingo sin la parte del domingo, sin el malestar que se había producido en mí, ese tiempo pasado que a veces se niega a separarse, igual que el barniz de mis uñas, no hubo agresión. El domingo fue como el barniz que lentamente se ha ido secando, de este modo es mi pensamiento, debe estar en reposo, que nada lo toque, sólo estar ahí, a la espera, aunque a veces no es así, porque cada noche se está recubriendo de sueños, de muchos deseos que no se cumplen, que repito en mi mente cuando veo un carro de novia en la calle, deseos sordos y blancos.
Vengo de caminar bajo una lluvia tenue pero tupida, me puse mi sombrero de la lagunilla y mientras venía hacia la escuela sentí el deseo exasperado de no entrar a clases y tomarme el día.
¿Adónde iría?
Pensé en mi cama y sentí el peso de las nubes cayendo lentamente en mi rostro.
Entonces me vi caminando directo a Coyoacán con un chocolate caliente, sin ninguna prisa, simplemente la lluvia y el chocolate, una cama de sábanas de franela esperando, nadie me despertaría.
Después me vino la imagen de un chico que estaba en el camión, dormido, se dejaba mecer por el camino, su cuerpo se movía de derecha a izquierda, y entonces creí ver cómo caía en pedacitos su suéter y con el mismo vaivén del camión se deshacía frente a mí hasta quedar tirado en el piso, hecho una madeja de colores hasta el último aliento, y un azul ultramarino escurrió hasta tocar mis pies, ese color que necesita el piso de los camiones, aterciopelado, casi como una caricatura japonesa, me descalcé en ese instante para sentir el terciopelo. Y cerré los ojos con miedo.
Hoy mismo, hace menos de una hora me convencí de que no iba ningún lado, como si el lugar de todos los días de pronto careciera de todo sentido. El único sentido de la mañana: mis uñas rojas.
Ningún lado.
Mis uñas ahora como peces sobre el teclado, golpean otras letras, esconden frases.
Ayer leí al azar una frase subrayada en un libro de Sábato que decía más o menos así, "ella entró sólo para hacerle saber que existía, frente a él, estaba ahí".
Hace un momento hablé con Andenken, y me dijo que no hiciera esto, que no escribiera, que a veces le parecía muy frívolo estar escribiendo un blog.
Sus palabras cayeron como virutas de colores, sin caricia, sin terciopelo, sin el rojo de las uñas. Escribo para saber que existo, dentro de mí, frente a mí estoy existiendo y la única manera es la palabra escrita, el movimiento puro.