lunes, octubre 22, 2007


En realidad es así. He caminado por todo ese borde que baja hacia la facultad y un poco da la vuelta a la obra ahora inconclusa de la biblioteca. Inconclusa como algunas revistas que ponen afuera y las personas llegan y les arrancan los ojos de una manera que pocas veces comprendo. A veces me he quedado dormida sobre la mesa y me doy cuenta que puedo venir a dormir aquí perfectamente, me da pena hacerlo, la verdad es que de un tiempo acá me he sentido avergonzada de dormir tanto, de pelear una explicación para no dormir o mantener la mirada en algún punto que me impida cerrar los ojos. Salir y caminar por el borde de las escaleras que se hace rampa y esténcil. Lo que ha ocurrido conmigo en estos días es como un robo o una paliza, quiero decir, un robo de un libro que ya no tengo o una paliza al propio destino que también ha salido huyendo.
La otra vez salí huyendo, corrí durante veinte minutos, y estoy segura que huía aunque no me moviera de un solo lugar. Es extraño que quiera gritar cuando nadie está gritando. Hago mal en no decir las cosas que me abruman cuando siento que tic tac está marcando por debajo de mis zapatos como una piedrita incómoda. Traté de encontrar esa casualidad que ahora ha ido haciendo nuditos por todas partes en mi vida, que ha colocado un poco de certeza a lo que antes me picaba como esos abrigos de lana que pican por los brazos pero que son tan calientitos. De esta forma he tenido el humor envuelto en las pelusas de la noche, entre pelos de gato y sueños que me obligan a roncar, pero contenta, pero siempre en un baile de Sweet Home Chicago.
Y si corro es sólo como una tirada de dados en donde sé que la suerte está jugando conmigo, ahora es una rosa roja mañana será una rosa amarilla y después azul, pero siempre una rosa que pronuncia y retiene, que inunda lo que más quiero en la vida, que derrumba el mundo en una tarjetita que escribí en la cocina.
Y si huyo es porque he combatido las pequeñas cosas, porque puedo medir el ladrido de un perro con el canto de un gallo, cuando en este mundo las miradas siempre convergen en distintos puntos del tiempo. Y de golpe es lunes y todo se impone. Una cascarita de limón tirada en la calle, un hielo que vienen cargando no sé de dónde, un jugo de naranja que compro en la calle y que lo ponen en una bolsa y a mí me parece un juguete nuevo, a mí me tiene sin cuidado que el señor que me lo venda tenga las manos sucias, hay tantas cosas que no me importan porque sé que me hacen feliz a una hora de la mañana en la que mi cama me puede curar de todo.
Hoy me he puesto unos jeans que son tan-brinca-charcos que en otro momento los hubiera dejado en el closet. Está bien, no estoy triste por ser así. Porque son unos jeans que me quedan bien en la cadera y que tienen una especie de listón con chispitas verdes en la parte de las bolsas. Y esas chispitas me obligan a que todo mí alrededor vaya muy bien. Y que cuando voltee y vea la obra inconclusa de la biblioteca no me tenga que enojar al entrar por la rampa de los albañiles, y tampoco sentir horror por esa tierrita que se ha ido juntando en todo el pasillo. Tengo que vivir con esa tierrita que se mete en los libros, que se cuela entre las palabras, que sabe a tierra y que nubla los días a las cinco de la tarde. Es así, esta realidad que se tiene como los pesos en la chamarra y que da sus visos en fotografías, en sueños que me tienen dormida y angustiada, de otra manera no podría escribir, tal vez es una manera de ser delicada con las horas y el agua de limón con un montón de azúcar y el ruido de las casas; la ciudad en ese doblez cotidiano que nadie quiere comprender y que nos amarra y coloca enfrente, nadie quiere ver las flores por el lado de la raíz. Yo misma me la he pasado caminando a propósito de un poema que levanté de un sueño y que no es mío.
Unos versos que dicen así:
Arde el aliento en un aire de muerte
como una forma que elude el
vocablo
cuando el espectro del mármol levanta
y una fuga a sí misma
encadenada
que marcha al mundo en un andar a tientas
con la doliente
lentitud del humo


Dan Russek

domingo, octubre 07, 2007

Me sorprende lo tremendamente frágil que me encuentro. Y por eso mismo me ausento tanto, me ausento por adentro de mí. La otra vez me preguntó A. ¿Qué piensas? Y con sorpresa me di cuenta que nada, que no había nada en mi cabeza, sólo estaba quieta en el mundo, siendo sin pensar.
Oculta entre algodones, en el botiquín del baño, tengo una cajita con unos pájaros amarillos en la tapa. En esa profundidad de las cosas, en donde sólo caben unos aretes, un anillo y dos pasadores, ahí se encuentra una parte de mi felicidad que me pone la piel de gallina. La cajita no sólo es la tienda de antigüedades que está junto a Moheli. Es también el dibujito de dos pájaros del tamaño de dos pastillas, pero completamente enamorados, totalmente amarillos y con picos encontrados. Creo que si no estuviera esa cajita, esos algodones, ese botiquín, no existiría todo lo demás, quiero decir, esos lugares en donde poco a poco me he ido acomodando y de los cuales no podría ya vivir sin ellos.
En este momento siento que si me tocan la punta de la nariz estallo, porque si vengo a escribir quiero escuchar una canción que sea un poco lo que soy yo, tal vez lo que no puedo gritar lo escucho y me tranquiliza. Porque es así, cada cosa en su lugar, yo en mi escritorio con un cojín nuevo, con un diccionario a lado, sin poder encontrar el significado de esto que me tiene del tamaño de los pájaros, casi a punto de pedir un algodoncito para meterme dentro y no salir. Ah… qué es entonces. Tengo el cabello húmedo y me da frío en todo el cuerpo, incluso en las manos.
En mi pensamiento está una canción llamada St. James Infirmary, un cenicero con una patita rota y el réquiem en octubre de Alfonso Zuñiga.