Antes.
Cuando vivía en casa de mi mamá el
espacio que ocupaba se limitaba a mi cuarto.
Escribía en mi escritorio, dentro de mi
recámara. Pero muchas veces llevaba mi laptop Toshiba a la cama. Era una laptop
enorme, pesada, con la pantalla del Word en color azul brillante. Me quedaba
largo rato escribiendo hasta que me calentaba las piernas y el calor se volvía
insoportable, quemaba. Esa laptop siempre la tenía conectada a la corriente, no
sabía que de esa forma mataba lentamente la batería. A veces después de mucho
rato de escribir, por las madrugadas sobre todo, me daba sueño y ya no me
levantaba sólo la acomodaba en un lado de la cama y ahí se quedaba hasta el día
siguiente. Mi cama era individual. Era mi cuna.
Recuerdo que me gustaba acostarme en las
tardes. Ver la luz entrar en mi cuarto, una luz de atardecer que dejaba caer
luces de arcoíris porque tenía colgada una bolita de cristal en la ventana que lograba hacer
ese efecto. Me parecía hermoso tener manchas de arcoíris a esa hora de la
tarde. Me quedaba largo rato tomando la siesta y siempre en medio de la modorra
pensaba en cosas, pensaba en lo que sentía. Justo como ahora. Recuerdo que no
la pasaba bien, sentía que todo era absurdo. ¿Qué sentido tenía estudiar
historia? ¿Para qué? ¿Por qué había decidido estudiar esa carrera que tenía más
materias aburridas que interesantes?
Ya no recordaba estas preguntas pero me
las hacía con frecuencia. Hoy sé que tenía que estudiar Historia para ser esta
Idalia. Me buscaba a mí misma sin darme cuenta, estaba buscando mi destino sin
buscarme a mí, ¿quién soy? Esa era la pregunta que eludía.
Después.
Acabo de decidir que quiero escribir
acostada en mi cama. Es cómodo. Estoy ya con la piyama puesta y con la
computadora encima de mis piernas. Pavlova está echada como si fuera persona,
alargada y con la cabeza apoyada en una pata.
El atardecer pasó hace varias horas.
Tengo un pliego de cortina cerrado y otro recogido, abierto, desde aquí veo cómo la luz del elevador de los carros del estacionamiento de enfrente sube y baja.
Trabajo usualmente hasta el atardecer.
Hoy vi los últimos rayos del sol mientras cruzaba por el monumento a la Revolución
y por cuarta vez consecutiva me detuve a tomar una foto. Un avión había pasado
dejando una raya en vertical detrás del monumento.
Sentí nostalgia de aquellas
tardes de Plazuela de los Reyes, en donde nada había ocurrido, en donde todo
estaba por ocurrir y ni siquiera lo podía imaginar.
Sé lo que eres, dijo Píndaro. Todavía no
sabía.
Pero sabía que no lo sabía, estaba
consciente de mi ignorancia y eso me frustraba.
Eso es ser adolescente no ser nada aún y estar consciente de esa nulidad.
Ahora.
Vivo sola, puedo escribir en cualquier
parte. Pero no lo hago. Ahora que podría quedarme horas en el comedor, en la
sala, en el estudio o en el librero que está frente a la
ventana, no lo hago.
Lo hago a ratos. Por episodios. Por las mañanas.
En las noches estoy agotada y pierdo mi tiempo viendo tonterías en
internet o directo en mi celular.
Cuando por fin los deseos adolescentes de libertad se cumplen, esa
libertad está posicionada en otra parte de los valores personales, así que ya
no hay nada que irrumpir, nada que se pueda combatir, ningún horario que
cumplir. Y de pronto todo el espacio se puede ocupar: ahora quiero pegar esta
cinta rosa en el piso de mi baño, ahora quiero usar el pisapapeles de Kafka
como objeto que detenga la puerta, ahora quiero poner este pin de Viena en la
cortina, ahora quiero colocar este imán en el boiler, ahora quiero colocar mis
fotos en el piano, ahora quiero escuchar música directo de mi mac y no del
iPod. Ahora quiero dormirme con un frasquito de lavanda abierto cerca de mi
cama. Ahora quiero escuchar la escena I de Michael Galasso. Es la escena uno, pero me gusta pensar que es la Escena i, de Idalia o para Idalia. Quiero escucharla una y otra y otra y otra vez.
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