1.
De
nuevo esta pregunta: ¿cómo te sientes?
Hoy
me duelen los brazos, me duele la panza, me duelen las piernas. No sé si es por
andar en bici o por cargar un costal de tierra, por hacer jardinería o por
dormir mucho.
Duermo
por las mañanas, duermo por las tardes. El sol que hace me tiene agripada.
Cuando despierto me siento constipada. La garganta se me cierra y me siento
ronca.
Hoy
mientras venía de la librería, pensé de nuevo en Frederik, qué pensaría él de
que hay un Starbucks en Gandhi. Esa idea se quedó volando en mi cabeza y como
todas las ideas se repetía sin gramática en mi mente, estaba ahí clavada como
un cuadro que no hay que leer para saber su fisonomía. Y Frederik siempre está
en silencio en mi memoria, interrogándome con su mirada, su silencio era
arrogante, no necesitaba palabras para decirme que algo era una mierda.
Y
cuando llegué y me quité los pantalones y me acosté en la cama, sentía cada
parte de mi cuerpo y las pantorrillas, los brazos, las piernas, un dolor
muscular que en lugar de llevarme a pensar en el esfuerzo que hice al mover el
costal de tierra, me hacían pensar en el envejecimiento de mi cuerpo.
¿Envejecer es doloroso?
Ese
Starbucks es bastante mediocre si lo comparamos con el que está en Miguel Ángel
de Quevedo antes de llegar al Sport City. Seguramente algo así me hubiera dicho
Frederik. De cualquier forma no soy asidua al Starbucks, tampoco él lo era. Qué
bien que Gandhi dé sus patadas de ahogado abriendo un Starbucks, qué mal que ni
siquiera eso lo pueda hacer bien, que sea una especie de invernadero, que la
ubicación de sus mesas en la terraza sea incómoda. En fin.
2.
El
21 de abril cumplo 29 años. Esa es la verdad. Mi marido me ha regalado un
carro.
Un
amigo mío, Nacho, me dijo que ese carro sólo podía llamarse de una forma:
Donatello. Donatello era italiano, como mi Fiat, y se destacó por hacer
esculturas, la mayoría pequeñas como lo es este carro.
Cuando
estaciono a Donatello no puedo dejar de pensar en el Preámbulo a las instrucciones
para dar cuerda al reloj de Cortázar:
Cuando
me dieron a Donatello. No me regalaron un carro cualquiera, que los cumplas muy
felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, Fiat 500, sport,
quemacocos, eléctrico, rojo y muy pequeño, dos puertas y una cajuela
pequeñísima.
Me
regalaron – aquí lo terrible es que quizá Alberto sí sepa lo que me ha
regalado- algo que es mío pero no es mi cuerpo, algo que debo sacar del garaje
sin que los vidrios retrovisores peguen con las puertas, un vehículo que debo
llevar a la universidad, a la casa de mi madre, a la colonia Roma. Me regalan
la necesidad de ponerle gasolina, la obsesión de saber que está cerrado, que
las luces diurnas están apagadas, que aún no tiene un rasguño. Me regalan el
miedo a que le den un cristalazo, a que le pase algo, a que en alguna estupidez
mía le dé un buen golpe. Me regalan la necesidad de manejar con precaución, a
darle el paso a los taxistas para que no me avienten la carrocería. Me regalan
la seguridad de que ese carro es mejor que otros carros y a comparar mi carro
con los demás carros. No me regalaron un Fiat 500, yo fui regalada a Donatello.
3.
Mientras
comía recordé una maestra que tuve en el Helénico. Me acuerdo que era buena onda,
que se veía muy joven y lo era, tenía 32 años cuando me daba clase. Yo entonces
tenía 20 años. Ella estaba preparando su boda en ese semestre y estaba radiante.
Era guapa, usaba ropa que me gustaba, tenía un mechón pintado de blanco,
además, era egresada de la Ibero y traía un Peugeot 206.
Cuando
la veía llegar a clase con su mochila al hombro y su perfume dejando una
estela dulce, recuerdo que pensaba en lo mucho que me gustaba ver su manera de
disfrutar su vida. Me imaginaba a mí misma teniendo esa vida, ser maestra
joven, tener un marido y por supuesto un Peugeot 206. Después vino la
decepción, cuando ya no era mi maestra y platicábamos de cosas más personales…
como si de ahí pudiera surgir una amistad vino el balde de agua helada. Fue de
las personas que abiertamente me dijeron que era una estupidez salir con
Alberto. Y recuerdo que además alzó su mano izquierda poderosamente y me mostró
su anillo de casada. Creo que pensó que si yo andaba con un señor casado era
capaz de andar con todos los señores casados de la ciudad de México. Fue como
decirle, soy lesbiana y entonces ella se echara a correr pensando que al
siguiente acto me la agarraría por la cintura para darle unos besos. Fue una
decepción, pero al final, no pasó nada, no era mi amiga, fue mi maestra y fin
de la historia.
A
todo esto: todavía no tengo 32 años, ya estoy casada, soy egresada de la
maestría en historia del arte y tengo a Donatello. Donatello tiene cara de niño
bonito, es en serio.
Hoy
cuando veo los 206 que circulan por la ciudad, veo en ese carro a esta maestra,
y también veo que ya es un carro viejo, que su gloria pasó, como pasará la
gloria de Donatello. Este recuerdo me hace sentir algo que es indudable: nunca
sabemos qué puede ocurrirnos en el futuro, ni siquiera lo sospechamos, nuestros
deseos en un momento determinado, pasados los años, se desvanecen, son como los
carros que salen de la agencia, comienzan a perder valor hasta que son sólo
sombras. Los deseos reales prevalecen y nunca pierden su luz, la escritura en
mi caso sigue siendo una guía, sé que escribir está en mi futuro. Esta maestra,
no sé qué es de su vida, me da igual, pero me gusta recordarla porque en ella
recuerdo lo que deseaba y que ahora es pasado.
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