Todavía
no es un año que Checo se murió.
Me
sorprende lo mucho que se puede extrañar a una persona, sobre todo cuando esa
persona fue tan querida y tan fundamental para mi vida.
Quizá
el mejor homenaje que pude hacerle a mi abuelo fue poder escribir un libro
sobre él y presentarlo, festejarlo juntos y además fuera, en todo
momento, mi cómplice.
Por
eso mismo escribir sobre él ahora es sólo con el deseo de reafirmar lo mucho
que lo quería y saber que se lo dije en vida y le escribí cartas, postales y todas aquellas cosas que le quise compartir fueron recibidas, siempre estuvo ahí viendo cada camino que decidía, cada
movimiento, Checo estuvo ahí para aprobar o para decir lo que pensaba, para darme su consejo.
Mi
abuelo tenía Facebook y correo electrónico. Pero no sólo eso tenía el tiempo y
la paciencia de leer el periódico todos los días y si veía alguna caricatura
política que le gustara, la recortaba, la pegaba en una hoja en blanco y la
escaneaba, después la enviaba por correo a todos sus contactos.
Cuando
comencé a recibir esos correos de mi abuelo pensaba que sólo le daba forward a
algún correo pero un día estando en su casa fui testigo de todo el ritual. Me
dio mucha ternura pero también me di cuenta que mi abuelo estaba conectado al
mundo y eso me daba felicidad. Después, cuando me fui a vivir a Madrid mi
abuelo no respondió ninguno de mis correos. Y eso fue el síntoma de que mi
abuelo estaba ya muy enfermo, tanto, que ya no revisaba su correo.
Regresé
a la ciudad de México el 2 de agosto de 2012. Hubo una voz que se repetía entre
mi familia: Checo sólo está esperando despedirse de ti.
Lo fui a visitar. Mi
abuelo estaba muy enfermo pero hacía como si sólo estuviera un poco cansado, no
quería hacerse el enfermo terminal para nada, no había drama. Así que se
levantaba, se vestía y nada más se recostaba como si estuviera tomando una
siesta. Me acosté a su lado y estuvimos viendo las olimpiadas: ¿Qué me cuentas
muchacha? Me veía con sus ojitos lagañosos y me daba palmadas en la mano.
Las
manos de mi abuelo eran grandes, entrelazamos las manos y me quedé acostada junto a él, estando a su lado siempre estaré a salvo, pensé.
El
31 de agosto mi abuelo se murió. Su cuerpo era tan grande que cuando los de la
funeraria lo sacaron sus pies no cabían en la camilla así que se los cubrieron
con una manta azul. Tendría que escribir sobre esa manta, sobre sus manos,
sobre su buen humor incluso antes de morir, sobre cómo todos los relojes
comenzaron a sonar y las cosas raras que pasaron ese día que se murió.
Checo
era grande y era triste ver que se lo llevaran, más triste que no cupiera en su
lecho de muerte. Fui testigo de algo tremendo: mi abuelo se había muerto.
Fue
el día más triste de mi vida.
No tengo que esperar a que sea agosto para
escribir sobre él, siempre estoy escribiendo sobre él. En mi mente van pasando
imágenes de todos los años, es aleatorio y sin ningún motivo de pronto pienso cuando
Checo me compraba dulces en un puesto frente a la panadería La concha, cuando
me cargaba en hombros, cuando me decía hija y decía que mi abuela era mi mamá,
no sé por qué hacía eso.
Checo
¡cuánta falta nos haces!
Nos
hace falta tu alegría fortuita que traías a nuestra vida porque con tan sólo
hacer sonar tu silbato marcabas que ahí estabas y que nos harías enojar,
incomodar, comentar en voz baja, darte un codazo, mirarte todos a la vez porque
estábamos en medio de una comida en la posta y a nadie del restaurante le hacía
gracia escuchar la irrupción de un silbatazo.
Ahora
ni silbato, ni comida en la posta, nada, ¿dejamos de ser una familia cuando te
moriste? Quizá sí. Sí, dejamos de ser esa familia que tú organizabas a tu
alrededor.
Checo,
coleccionador de termómetros, de relojes, de búhos.
Acumulador
de gorras y revistas National Geographic.
Checo,
comedor compulsivo de mentas usher.
Contador
de historias como la del General Naranjo al que le aventaban piedras en el
panteón del Tepeyac.
Mi
abuelo fue también un gran fumador. Checo me dio a fumar mi primer cigarro cuando tenía diez años, fue muy sencillo, le dije que quería fumar de su cigarro y me lo dio, así que yo le di un jalón con todas mis fuerzas y me comencé a ahogar, comencé a toser y me comenzaron a llorar los ojos, Checo se reía muchísimo, no podía con la risa y me daba palmadas en la espalda, después no le dio risa ser regañado por mi abuela, por mi mamá y mi papá, a nadie le hacía gracia lo que hacía.
Fumó gran parte de su vida, así que su carro, un Atlantic rojo, olía
a cenicero, cuando lo lavaban seguía oliendo a cigarro impregnado en las
vestiduras.
Cotidianamente cuando entro a un lugar en donde el cigarro ha penetrado en la
atmósfera de todo el lugar, sale ese olor característico del carro de mi
abuelo. No es difícil encontrar ese olor y aunque no es un aroma que uno quiera
meter en una botellita, es el olor que acompañaba a mi abuelo.
Y lo
extraño, lo extraño tanto que sueño con él y como en las películas o como en el
imaginario o el pensamiento mágico, me da lo mismo; está en mi sueño y sé que
está muerto pero está ahí como vivo y es una suerte de visita, entonces platico con él
y lo abrazo y lloro muchísimo. Él no llora, está en calma, y me dice que está
bien. Pero yo no estoy bien porque despierto y lo sigo extrañando y sigo
llorando.
Checo,
cuánto cuánto te extraño.
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