domingo, junio 14, 2015




1. A veces me imagino que cuando corrijo un texto con tanta pasión comienzo a dejar todas las ideas en ese texto que no es mío y al final no tengo palabras para mí. 
Como si editar fuera donar una parte de mí misma. 
El texto que edité es una novela entre existencialista y teatro del absurdo.
Los personajes dialogan muchísimo, como si con sus palabras trataran de mitigar la estupidez de su existencia.
Nunca sé cómo se pueden inventar tantas voces. 
Siento que es escribir diálogos es algo para lo que estoy incapacitada. 
A veces hago transcripciones fieles de lo que escucho, palabras de otra boca que si no retomo en ese momento luego es imposible reproducir. Esos diálogos sinceros son los únicos que escribo.

—Quiero decir que sí te creo, si no no estaría contándote esto.
—¿Por qué me tienes que creer en este momento? Justo cuando te estoy diciendo que soy un farsante.



2. Editar no es otra cosa que acomodar las palabras de otra manera en la que funcionen mejor. Aunque ese "mejor" sea subjetivo. El psicoanálisis trata de eso: editar el discurso de las personas. La única medicina es colocar las palabras en otro sitio, darle otro significado y entonces la vida comienza a funcionar desde otro ángulo. 
Pero ni la teoría del psicoanálisis ni el psicoanálisis mismo llevan a una cura contra el parloteo.
El parloteo de mi mente es lo que estoy tratando de combatir y en esa lucha he perdido la capacidad de escribir sin temor. Porque escribir es fácil, sólo hay que comenzar y ya, con cualquier cosa, como cuando se vocaliza cantando vocales. Pero que las palabras abandonen su sin sentido y empiecen a describir una situación o a contar una historia, eso es lo complicado, lo difícil.
Al final estamos solos, hacemos de nuestra existencia un invento cotidiano, pero ese invento tiene que ver con las palabras.

—No me gusta la palabra neoplatonismo.
—No te tienen que gustar las palabras.
—Sí deben gustarme las palabras, las usamos todo el tiempo.
—No deben gustarte todas las palabras que se emplean en un texto. Es más, me gustaría hacer un poema donde solamente usara palabras que no te gusten.
—Ve haciendo la lista, las palabras no son las cosas.



3. Siento que cada post navega por distintos rumbos y es cuando me parece que no vale la pena continuar escribiendo. Como si estuviera esperando un fin último que le diera sentido a todo, cuando cada post siempre es el proceso de un todo, en donde lo de menos es el fin. Tengo que hacerlo, quiero estructurar mis propias palabras aunque en ese ajuste de placas tectónicas se muevan los sentimientos, aunque en ese acomodo pierda un poco la voz. Estas últimas dos semanas han sido de abrir los oídos. Escuchar y saber si creo en las palabras o no. 
No encontrar la verdad de algo. No: creer y ya. Analizar si aquello que me dicen me hace sentido, ¿por qué tendrían que mentirme?

— ¿Por qué pusiste eso en tu Twitter? Me choca cuando te pones solemne, pinche Albertine.
—¿Qué cosa?
—Es justo todo lo contrario. Son ustedes los editores los que nos chupan la sangre a los autores.



4. Ayer en un encuentro con A., un tanto fortuito y de esperas imprevistas, me regresó tres libros de Milan Kundera. No recordaba que esos libros me hubieran pertenecido alguna vez, fue muy raro tenerlos de vuelta y de golpe. Cada libro traía una dedicatoria.
Uno que A. me había regalado en 2009. Otro que M. me había regalado en 2005. Y otro que F. me había regalado en 2006. 
Me di cuenta que había leído fragmentos de cada uno, pero ninguno lo había terminado.
Comencé a leer el libro de F. Examiné su letra, su forma de tachar sus apellidos, para sólo dejar su nombre, tachar el mes en el que compró ese libro y colocar el mes en el que me lo daba a mí. Noviembre de 2006.
Lo abrí y me encontré con algunas frases subrayadas por mí.
Sé que son mías porque F. subrayaba sus libros con líneas delgadísimas de lapicero y yo con lápices que generalmente tienen la punta chata.
De Los amores ridículos viene esta cita:
Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y estupideces, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. Hay cosas que he conseguido comprender, cuyo sentido he descifrado, cosas a las que quiero y que tomo en serio. Y entonces no se puede bromear. Si mintiese sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo, no me lo pidas porque no lo haré.
Hay varias cosas en las que no puedo mentirme: los recuerdos y los diálogos.
Tengo un problema; los primeros me vienen como oleadas de calor que a veces contaminan como si fueran una canícula virulenta. Los segundos se quedan en mi cabeza, sin contexto, navegan de un lado a otro, hasta que de tanto escucharlos termino por transcribirlos, hasta que los adopto y decido que son míos o que me definen o que me hacen ser.

—Iceland, buenos días.




2 comentarios:

Efe dijo...

Me encantó este breviario. Lindas notas.
Es genial que se mantengan las trincheras del blog.
Me obligas, accidentalmente, a actualizar el mío.
Abrazo grande.

F (Otro F, no el de las dedicatorias).

Anónimo dijo...

Yo vengo siempre a leer. Ojalá nunca te canses de escribir.

B.