domingo, junio 28, 2015

último domingo de junio




Desperté en casa de mi mamá.
Fue su cumpleaños y me quedé a dormir ahí.
Había leído una novela el día anterior. En su casa, en su cama, hasta que me quedé dormida.
No recuerdo el final. Sólo recuerdo que no me gustó.
M. me invitó a un concierto en el metro Popotla. Cuando llegué comenzó a llover a cántaros.
Me senté a esperarla enfrente de la cancha de football.
La novela que acababa de terminar de leer tiene dos finales.
No recuerdo el último. El autor lo titula como "desenlace 2".
Me di cuenta que no me gustaba que terminara en la realidad de la novela.
Quería que terminara en la ficción de la misma novela, en la parte que el autor intentaba ser mejor persona o plasmar sus deseos no realizados en esa parte de la ficción.
Como si la ficción se tratara de arreglar la realidad. En la medida en la que la realidad se iba plasmando en la novela, la novela misma iba exigiendo una parte de ficción.
Cuando llegó M. me dijo que quería comprar miel en un puesto de Chiapas. Fuimos a la parte del domo y estuvimos viendo lo que vendían: chocolate, café, miel, artesanías, ropa, libretas, etc.
Quisimos acercarnos al concierto pero comenzó una tormenta eléctrica y justo cuando comenzaron a cantar Perfume de gardenias se fue la luz. La gente la comenzó a cantar y así terminó el concierto.



Último domingo de junio.


Desperté en mi casa.
Ayer fue cumpleaños de mi mamá y llegué tarde. Llovía un poco y la gente del bar de enfrente fumaba en la orilla de la banqueta en donde el techo todavía los cubre. Quise quedarme ahí, fumar un cigarro y comprar un chocolate en el puesto que pone una señora frente al Río de la Plata.
En el metro terminé de leer una novela en donde el escritor comienza a narrar la historia de amor que tiene con Agnes, un nombre raro.
M. me invitó a un concierto en el metro Popotla. Cuando llegué me quedé un largo rato en un puesto que vendía cerámica, vasijas de barro y miel. Probé la miel. Luego me fui a una banca junto a la cancha de football a esperar a M. Comencé a pensar en lo que el autor había llamado "desenlace 2". Sólo recordaba que Agnes sale en la noche y se dirige a una parte del bosque en donde hunde su rostro en la nieve, comienza a sentir el frío. No sabemos si se muere, aunque al principio dice el autor que sí, que ella se muere.
M. se encontró conmigo atrás del escenario dos.
Platicamos y me enseñó el tatuaje que se hizo en el brazo.
Nos quedamos abajo de la lona. Llovía fuerte. Caían truenos y se fue la luz.
M. me abrazó mientras veíamos cómo llovía.
Me dijo: Mientras llueve hay miles de personas haciendo el amor, buceando o deprimiéndose en su casa.
¿Estás listo para ponerte tu traje de buzo? Le pregunté.
Cuando salimos ya no llovía y el sol había salido.
Seguramente veremos un arcoiris, me dijo M.



Último domingo de junio.


Desperté en casa de M. Ayer fuimos a una fiesta de una radiodifusora que se llama Nofm.
Nos encontramos a personas que no hubiéramos esperado ver. Bailamos y cantamos y nos divertimos. Después me fui a su casa y como era temprano me puse a leer un rato la novela de P.
A las tres de la mañana había terminado de leerla.
Hoy se festejó el cumpleaños de mi mamá. Decidió que quería ir a un concierto por el metro Popotla.
Mi mamá se acercó a un puesto en donde vendían miel y se quedó un rato probando las distintas mieles. Yo me senté en una banca y pensé en la novela que había terminado de leer. Traté de recordar el "desenlace 2". Sólo recordaba que era año nuevo y el protagonista había ido a casa de L. a festejar mientras que Agnes, su mujer, se había quedado en casa reposando por una gripa.
Me encontré con mi mamá atrás del escenario dos.
Había comprado una blusa, la miel y una vasija de barro amarilla.
Platicamos un rato y vi que en el brazo se había hecho un tatuaje nuevo. Una mano de Fátima.
Comenzó a llover muy fuerte y en la lona había varias goteras así que teníamos que movernos de lugar constantemente para no mojarnos.
Cuando salimos ya no llovía y vimos dos arcoiris en el cielo, uno detrás de otro.

martes, junio 23, 2015

Ayer conejo y pez

María Fernanda y yo escribimos a cuatro manos un texto en google drive.
Escribimos al principio como en una especie de diálogo, después de continuación de las ideas, después de autocrítica; borramos, editamos, cambiamos y reescribimos. Al final no hay una voz que se distinga, son las dos voces jugando entre paréntesis, escondiéndose de los pronombres. Fue una experiencia muy hermosa, quisiera seguir escribiendo con ella este tipo de textos.
Este fue el resultado:

antes todo comenzaba con emojis
pero los quitamos para poder dialogar
sin miedo

domingo, junio 21, 2015

And the bright rings we got in summertime, seemed like a breath of fresh air back in the summertime




1. Ya es domingo de nuevo.
Y mi mente sólo quiere volver atrás.
¿Qué hice la semana pasada?
¿Tenemos que recordar el domingo pasado y el pasado y el pasado? O será que simplemente el tiempo pasa y no sucede nada en domingo. ¿No sucede nada?
¿Se puede retener lo del domingo pasado o se esfuma en el olvido?
Unas palabras en mi libreta blanca:
Ojalá pudiéramos borrar el pasado como se borran las palabras, ojalá pudiéramos tacharlo al menos.



2. —Estas últimas semanas he sentido que el tiempo se evapora.
—Sí y no.
—Siento que se me está yendo la vida.
—Sí y no.



3. Desperté a las siete y me quedé viendo el techo blanco.
No puedo dejar mi mente sin que los pensamientos comiencen a surgir. He comenzado a adquirir una conciencia sobre los primeros pensamientos que tengo por las mañanas, aquellos que sólo surgen de algún sueño o del sueño mismo, sin más, sin que sea el resultado o la concatenación de otros pensamientos.
Desde que abro los ojos me gusta sentir cómo las palabras empiezan a manifestarse, como si mi cuerpo no pudiera quedarse en un puro-sentir, un estado neutro, sin tener que entrar en el lenguaje.
Me acordé de un fragmento de Los amores ridículos.
(Lo sigo leyendo. A ratos en el metro, a ratos mientras espero, a ratos acostada en mi cama.)
Klara está desnuda encima de una cama. Está en un ático que tiene un techo inclinado. Hay una parte en la que no se puede caminar porque te pegas en la cabeza.
Klara está acostada viendo el techo. No ocurre nada.
Yo desperté con mi piyama de rayas blancas y negras.
Siento que las personas que duermen desnudas es porque están en una película o ahora, y eso porque lo acabo de leer, en un cuento de Milan Kundera.



4. No hacer nada. No pensar en nada. Que la acción de ver el techo sea un acto digno de la literatura.
No hay ático, sólo una ventana que me gusta mucho.
Enmarca la torre Latino. Entra una luz blanquísima.
Estoy sola y pienso que todo es perfecto así.
Ventana, cortina blanca, edredón hasta el cuello, primeras luces rebotando en el espejo.
Y un silencio extremo.
Me gusta abrir la ventana y regresar al edredón.
Sentir que entra el aire frío. Sentir el futón: sólido, duro, roca.
Quiero quedarme más tiempo instalada en ese momento de la mañana.
En donde no ocurre nada. Sólo ocurre el amanecer y el tiempo. Así es la existencia: sin nada.



5. Tuve una plática con G.
Me decía que de ahora en adelante sólo me pasará la música que escuche a través de Spotify.
—Abre tu cuenta y paga tu mensualidad.
Esas fueron sus palabras. Y eso hice.
Ya tenía cuenta sólo que hacía mucho no la ocupada.
Pagué tres meses de Spotify premium y comencé a hacer una playlist.
Coco Rosie, Portishead, Stone temple pilots, Smashing, Radiohead.
Revisaba listas de música. Agregaba algunas, eliminaba otras que después sentía que no soportaría escuchar por mucho tiempo.
Bob Dylan, Cowboy Junkies, Dean Blunt, James Blake, Nick Drake.
Hacer una playlist en donde las canciones no estén vinculadas con los recuerdos es una labor, hoy en día, prácticamente imposible. Porque ¿qué soy sino el reconocimiento de mí misma a través de recuerdos? A principios de esta semana salió una canción del nuevo disco de Beck. Leí un tweet que decía: corro a escucharla antes de que esta canción esté vinculada a un alguien que esté por romperme el corazón.
Recuerdo Figure 8 de Elliott Smith. Recuerdo el año que ese disco estuvo en mis manos. Recuerdo que era diciembre y G. tenía un fleco que le enmarcaba las cejas. Estaba sentada en la sala negra, cantaba "Between the bars", traía puesta su playera de David Bowie.
¿Se le pueden encimar recuerdos a un disco? ¿Cuántas capas de recuerdos puede tener la nostalgia en un solo objeto?



6. Después de todo lo más importante que nos ha pasado es la juventud. Así se titula un cuento de una alumna mía. La semana pasada tuvieron que entregar su cuento como parte de la calificación de Taller de Lectura y Redacción, materia que imparto en la preparatoria Lancaster.
¿De qué trata el cuento? De L., una chica de 15 años que no puede dejar de pensar en A., el chico que pensó que era su alma gemela. Y aunque se han separado y cada uno ha tenido a otras personas en sus vidas, L., la protagonista, no puede dejar de pensar en él. "¿Cómo dejar de pensar en cuando íbamos al Starbucks y él siempre pedía un Alto Green Tea Late?" Esa es una frase hacia el final del cuento que me conmovió porque qué somos si no el recuerdo de lo que al otro le gustaba hacer, tan trivial como tomar un café en el Starbucks.
¿Hay algo más genuino y cercano que la medida del café?, ¿sin azúcar, con leche light, con un shot extra?
Después de todo lo más importante que nos ha pasado es la juventud, frase que nunca más aparece en el cuento. Le da título y ya. Un título largo para una historia de amor, que tiene un final abierto:
"Ayer nos vimos. No sé qué pasará".
Antes pensaba que los mejores títulos son los más cortos.
Después tuve una plática con el editor de TA, ¿son mejores los títulos de una o dos palabras? En general me preocupa la caja de texto tan pequeña que tiene la portada de los libros del Fondo Editorial Tierra Adentro, no acepta títulos muy largos, es una cuestión de diseño. Esa vez comenzamos a enumerar los títulos largos que recordábamos. Eran muchos, y todos muy buenos: Museo de la novela de la Eterna (primera novela buena); No entres tan deprisa en esa noche oscura; El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan; Si una noche de invierno un viajero; La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy.
Los títulos largos me hicieron recordar el nombre de la escultura de Alberto Sánchez que está afuera del Reina Sofía: El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella.
Pocas personas saben el nombre de esa escultura. Los títulos largos suelen olvidarse.
Antes de escribir este post tuve que buscar entre todos los cuentos el título que quería citar, porque sabía que era largo, que me había gustado pero no lo recordaba con exactitud.
Recordar con exactitud.
Eso pasa con la música, con los sabores y con los olores.
No tanto con la literatura, hay que recurrir al texto.
A veces no es tan sencillo ir al texto.
Qué es el domingo si no el mejor día para recordar que las cosas existen y que los recuerdos tienen palabras, que los mensajes de texto siguen llegando, que el chat se abre como una ventana intrusa en medio de la tarde, que la playlist volverá con toda su fuerza para hacernos recordar quiénes somos.

domingo, junio 14, 2015




1. A veces me imagino que cuando corrijo un texto con tanta pasión comienzo a dejar todas las ideas en ese texto que no es mío y al final no tengo palabras para mí. 
Como si editar fuera donar una parte de mí misma. 
El texto que edité es una novela entre existencialista y teatro del absurdo.
Los personajes dialogan muchísimo, como si con sus palabras trataran de mitigar la estupidez de su existencia.
Nunca sé cómo se pueden inventar tantas voces. 
Siento que es escribir diálogos es algo para lo que estoy incapacitada. 
A veces hago transcripciones fieles de lo que escucho, palabras de otra boca que si no retomo en ese momento luego es imposible reproducir. Esos diálogos sinceros son los únicos que escribo.

—Quiero decir que sí te creo, si no no estaría contándote esto.
—¿Por qué me tienes que creer en este momento? Justo cuando te estoy diciendo que soy un farsante.



2. Editar no es otra cosa que acomodar las palabras de otra manera en la que funcionen mejor. Aunque ese "mejor" sea subjetivo. El psicoanálisis trata de eso: editar el discurso de las personas. La única medicina es colocar las palabras en otro sitio, darle otro significado y entonces la vida comienza a funcionar desde otro ángulo. 
Pero ni la teoría del psicoanálisis ni el psicoanálisis mismo llevan a una cura contra el parloteo.
El parloteo de mi mente es lo que estoy tratando de combatir y en esa lucha he perdido la capacidad de escribir sin temor. Porque escribir es fácil, sólo hay que comenzar y ya, con cualquier cosa, como cuando se vocaliza cantando vocales. Pero que las palabras abandonen su sin sentido y empiecen a describir una situación o a contar una historia, eso es lo complicado, lo difícil.
Al final estamos solos, hacemos de nuestra existencia un invento cotidiano, pero ese invento tiene que ver con las palabras.

—No me gusta la palabra neoplatonismo.
—No te tienen que gustar las palabras.
—Sí deben gustarme las palabras, las usamos todo el tiempo.
—No deben gustarte todas las palabras que se emplean en un texto. Es más, me gustaría hacer un poema donde solamente usara palabras que no te gusten.
—Ve haciendo la lista, las palabras no son las cosas.



3. Siento que cada post navega por distintos rumbos y es cuando me parece que no vale la pena continuar escribiendo. Como si estuviera esperando un fin último que le diera sentido a todo, cuando cada post siempre es el proceso de un todo, en donde lo de menos es el fin. Tengo que hacerlo, quiero estructurar mis propias palabras aunque en ese ajuste de placas tectónicas se muevan los sentimientos, aunque en ese acomodo pierda un poco la voz. Estas últimas dos semanas han sido de abrir los oídos. Escuchar y saber si creo en las palabras o no. 
No encontrar la verdad de algo. No: creer y ya. Analizar si aquello que me dicen me hace sentido, ¿por qué tendrían que mentirme?

— ¿Por qué pusiste eso en tu Twitter? Me choca cuando te pones solemne, pinche Albertine.
—¿Qué cosa?
—Es justo todo lo contrario. Son ustedes los editores los que nos chupan la sangre a los autores.



4. Ayer en un encuentro con A., un tanto fortuito y de esperas imprevistas, me regresó tres libros de Milan Kundera. No recordaba que esos libros me hubieran pertenecido alguna vez, fue muy raro tenerlos de vuelta y de golpe. Cada libro traía una dedicatoria.
Uno que A. me había regalado en 2009. Otro que M. me había regalado en 2005. Y otro que F. me había regalado en 2006. 
Me di cuenta que había leído fragmentos de cada uno, pero ninguno lo había terminado.
Comencé a leer el libro de F. Examiné su letra, su forma de tachar sus apellidos, para sólo dejar su nombre, tachar el mes en el que compró ese libro y colocar el mes en el que me lo daba a mí. Noviembre de 2006.
Lo abrí y me encontré con algunas frases subrayadas por mí.
Sé que son mías porque F. subrayaba sus libros con líneas delgadísimas de lapicero y yo con lápices que generalmente tienen la punta chata.
De Los amores ridículos viene esta cita:
Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y estupideces, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. Hay cosas que he conseguido comprender, cuyo sentido he descifrado, cosas a las que quiero y que tomo en serio. Y entonces no se puede bromear. Si mintiese sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo, no me lo pidas porque no lo haré.
Hay varias cosas en las que no puedo mentirme: los recuerdos y los diálogos.
Tengo un problema; los primeros me vienen como oleadas de calor que a veces contaminan como si fueran una canícula virulenta. Los segundos se quedan en mi cabeza, sin contexto, navegan de un lado a otro, hasta que de tanto escucharlos termino por transcribirlos, hasta que los adopto y decido que son míos o que me definen o que me hacen ser.

—Iceland, buenos días.