domingo, julio 21, 2013





Todavía no es un año que Checo se murió.
Me sorprende lo mucho que se puede extrañar a una persona, sobre todo cuando esa persona fue tan querida y tan fundamental para mi vida.
Quizá el mejor homenaje que pude hacerle a mi abuelo fue poder escribir un libro sobre él y presentarlo, festejarlo juntos y además fuera, en todo momento, mi cómplice.
Por eso mismo escribir sobre él ahora es sólo con el deseo de reafirmar lo mucho que lo quería y saber que se lo dije en vida y le escribí cartas, postales y todas aquellas cosas que le quise compartir fueron recibidas, siempre estuvo ahí viendo cada camino que decidía, cada movimiento, Checo estuvo ahí para aprobar o para decir lo que pensaba, para darme su consejo.
Mi abuelo tenía Facebook y correo electrónico. Pero no sólo eso tenía el tiempo y la paciencia de leer el periódico todos los días y si veía alguna caricatura política que le gustara, la recortaba, la pegaba en una hoja en blanco y la escaneaba, después la enviaba por correo a todos sus contactos.
Cuando comencé a recibir esos correos de mi abuelo pensaba que sólo le daba forward a algún correo pero un día estando en su casa fui testigo de todo el ritual. Me dio mucha ternura pero también me di cuenta que mi abuelo estaba conectado al mundo y eso me daba felicidad. Después, cuando me fui a vivir a Madrid mi abuelo no respondió ninguno de mis correos. Y eso fue el síntoma de que mi abuelo estaba ya muy enfermo, tanto, que ya no revisaba su correo.
Regresé a la ciudad de México el 2 de agosto de 2012. Hubo una voz que se repetía entre mi familia: Checo sólo está esperando despedirse de ti. 
Lo fui a visitar. Mi abuelo estaba muy enfermo pero hacía como si sólo estuviera un poco cansado, no quería hacerse el enfermo terminal para nada, no había drama. Así que se levantaba, se vestía y nada más se recostaba como si estuviera tomando una siesta. Me acosté a su lado y estuvimos viendo las olimpiadas: ¿Qué me cuentas muchacha? Me veía con sus ojitos lagañosos y me daba palmadas en la mano.
Las manos de mi abuelo eran grandes, entrelazamos las manos y me quedé acostada junto a él, estando a su lado siempre estaré a salvo, pensé.
El 31 de agosto mi abuelo se murió. Su cuerpo era tan grande que cuando los de la funeraria lo sacaron sus pies no cabían en la camilla así que se los cubrieron con una manta azul. Tendría que escribir sobre esa manta, sobre sus manos, sobre su buen humor incluso antes de morir, sobre cómo todos los relojes comenzaron a sonar y las cosas raras que pasaron ese día que se murió.
Checo era grande y era triste ver que se lo llevaran, más triste que no cupiera en su lecho de muerte. Fui testigo de algo tremendo: mi abuelo se había muerto. 
Fue el día más triste de mi vida. 


No tengo que esperar a que sea agosto para escribir sobre él, siempre estoy escribiendo sobre él. En mi mente van pasando imágenes de todos los años, es aleatorio y sin ningún motivo de pronto pienso cuando Checo me compraba dulces en un puesto frente a la panadería La concha, cuando me cargaba en hombros, cuando me decía hija y decía que mi abuela era mi mamá, no sé por qué hacía eso.
Checo ¡cuánta falta nos haces!
Nos hace falta tu alegría fortuita que traías a nuestra vida porque con tan sólo hacer sonar tu silbato marcabas que ahí estabas y que nos harías enojar, incomodar, comentar en voz baja, darte un codazo, mirarte todos a la vez porque estábamos en medio de una comida en la posta y a nadie del restaurante le hacía gracia escuchar la irrupción de un silbatazo.
Ahora ni silbato, ni comida en la posta, nada, ¿dejamos de ser una familia cuando te moriste? Quizá sí. Sí, dejamos de ser esa familia que tú organizabas a tu alrededor.



Checo, coleccionador de termómetros, de relojes, de búhos.
Acumulador de gorras y revistas National Geographic.
Checo, comedor compulsivo de mentas usher.
Contador de historias como la del General Naranjo al que le aventaban piedras en el panteón del Tepeyac.



Mi abuelo fue también un gran fumador. Checo me dio a fumar mi primer cigarro cuando tenía diez años, fue muy sencillo, le dije que quería fumar de su cigarro y me lo dio, así que yo le di un jalón con todas mis fuerzas y me comencé a ahogar, comencé a toser y me comenzaron a llorar los ojos, Checo se reía muchísimo, no podía con la risa y me daba palmadas en la espalda, después no le dio risa ser regañado por mi abuela, por mi mamá y mi papá, a nadie le hacía gracia lo que hacía.
Fumó gran parte de su vida, así que su carro, un Atlantic rojo, olía a cenicero, cuando lo lavaban seguía oliendo a cigarro impregnado en las vestiduras. 
Cotidianamente cuando entro a un lugar en donde el cigarro ha penetrado en la atmósfera de todo el lugar, sale ese olor característico del carro de mi abuelo. No es difícil encontrar ese olor y aunque no es un aroma que uno quiera meter en una botellita, es el olor que acompañaba a mi abuelo.

Y lo extraño, lo extraño tanto que sueño con él y como en las películas o como en el imaginario o el pensamiento mágico, me da lo mismo; está en mi sueño y sé que está muerto pero está ahí como vivo y es una suerte de visita, entonces platico con él y lo abrazo y lloro muchísimo. Él no llora, está en calma, y me dice que está bien. Pero yo no estoy bien porque despierto y lo sigo extrañando y sigo llorando.


Checo, cuánto cuánto te extraño.

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